sábado, 2 de mayo de 2009

34 Priori Incantatem

Colagusano se acercó a Harry, que intentó sacudirse su aturdimiento y apoyar en los pies el peso del cuerpo antes de que le desataran las cuerdas. Colagusano levantó su nueva mano plateada, le sacó la bola de tela de la boca, y luego, de un solo golpe, cortó todas las ataduras que sujetaban a Harry a la lápida.
Durante una fracción de segundo, Harry podría haber pensado en huir, pero la pierna herida le temblaba, y los mortífagos cerraban filas, tapando los huecos de los que faltaban y formando un cerco más apretado en torno a Voldemort y él. Colagusano se dirigió hacia el lugar en que yacía el cuerpo de Cedric, y regresó con la varita de Harry, que le puso con brusquedad en la mano, sin mirarlo, para volver luego a ocupar su sitio en el círculo de mortífagos.
—¿Te han dado clases de duelo, Harry Potter? —preguntó Voldemort con voz melosa. Sus rojos ojos brillaban a través de la oscuridad.
Aquellas palabras le hicieron recordar a Harry, como si se tratara de una vida anterior, el club de duelo al que había asistido brevemente en Hogwarts dos años antes... Todo cuanto había aprendido en él era el encantamiento de desarme, Expelliarmus. ¿Y qué utilidad podría tener quitarle la varita a Voldemort, si es que conseguía hacerlo, cuando estaba rodeado de mortífagos y serían por lo menos treinta contra uno? Nunca había aprendido nada que fuera adecuado para aquel momento. Sabía que se iba a enfrentar a aquello contra lo que siempre los había prevenido Moody: la maldición Avada Kedavra, que no se podía interceptar. Y Voldemort tenía razón: aquella vez su madre no se encontraba allí para morir por él. Estaba completamente desprotegido...
—Saludémonos con una inclinación, Harry —dijo Voldemort, agachándose un poco, pero sin dejar de presentar a Harry su cara de serpiente—. Vamos, hay que comportarse como caballeros... A Dumbledore le gustaría que hicieras gala de tus buenos modales. Inclínate ante la muerte, Harry.
Los mortífagos volvieron a reírse. La boca sin labios de Voldemort se contorsionó en una sonrisa. Harry no se inclinó. No iba a permitir que Voldemort se burlara de él antes de matarlo... no iba a darle esa satisfacción...
—He dicho que te inclines —repitió Voldemort, alzando la varita.
Harry sintió que su columna vertebral se curvaba como empujada firmemente por una mano enorme e invisible, y los mortífagos rieron más que antes.
—Muy bien —dijo Voldemort con voz suave, y, cuando levantó la varita, la presión que empujaba a Harry hacia abajo desapareció—. Ahora da la cara como un hombre. Tieso y orgulloso, como murió tu padre...
»Señores, empieza el duelo.
Voldemort levantó la varita una vez más, y, antes de que Harry pudiera hacer nada para defenderse, recibió de nuevo el impacto de la maldición cruciatus. El dolor fue tan intenso, tan devastador, que olvidó dónde estaba: era como si cuchillos candentes le horadaran cada centímetro de la piel, y la cabeza le fuera a estallar de dolor. Gritó más fuerte de lo que había gritado en su vida.
Y luego todo cesó. Harry se dio la vuelta y, con dificultad, se puso en pie. Temblaba tan incontrolablemente como Colagusano después de cortarse la mano. En su tambaleo llegó hasta el muro de mortífagos, que lo empujaron hacia Voldemort.
—Un pequeño descanso —dijo Voldemort, dilatando de emoción las alargadas rendijas de la nariz—, una breve pausa... Duele, ¿verdad, Harry? No querrás que lo repita, ¿a que no?
Harry no respondió. Moriría como Cedric. Aquellos ojos rojos despiadados se lo estaban diciendo: iba a morir, y no podía hacer nada para evitarlo. Pero a lo que no estaba dispuesto era a doblegarse. No iba a obedecer a Voldemort... no iba a implorarle...
—Te he preguntado si quieres que lo repita —dijo Voldemort con voz suave—. ¡Respóndeme! ¡Imperio!
Y, por tercera vez en su vida, Harry sintió la sensación de que su mente se vaciaba de todo pensamiento... Era una bendición, no pensar; era como flotar, soñar... Di simplemente «no, por piedad»... Di «no, por piedad»... Simplemente dilo...
«No lo haré —dijo otra voz más fuerte desde la parte de atrás de la cabeza—; no responderé.. .»
Di «no, por piedad»...
«No lo haré, no lo diré...»
Di «no, por piedad»...
—¡NO LO HARÉ!
Y estas palabras brotaron de la boca de Harry. Retumbaron en el cementerio, y la somnolencia desapareció tan de repente como si le hubieran echado un jarro de agua fría. Pero regresaron inmediatamente los dolores que la maldición cruciatus le había dejado en todo el cuerpo, y la conciencia del lugar y la situación en que se encontraba.
—¿No lo harás? —dijo Voldemort en voz baja, y los mortífagos no se rieron aquella vez—. ¿No dirás «no, por piedad»? Harry, la obediencia es una virtud que me gustaría enseñarte antes de matarte... ¿tal vez con otra pequeña dosis de dolor?
Voldemort levantó la varita, pero aquella vez Harry estaba listo: con los reflejos adquiridos en los entrenamientos de quidditch, se echó al suelo a un lado. Rodó hasta quedar a cubierto detrás de la lápida de mármol del padre de Voldemort, y la oyó resquebrajarse al recibir la maldición dirigida a él.
—No vamos a jugar al escondite, Harry —dijo la voz suave y fría de Voldemort, acercándose más entre las risas de los mortífagos—. No puedes esconderte de mí. ¿Es que estás cansado del duelo? ¿Preferirías que terminara ya, Harry? Sal, Harry... sal y da la cara. Será rápido... puede que m si quiera sea doloroso, no lo sé... ¡Como nunca me he muerto...!
Harry permaneció agachado tras la lápida, comprendiendo que había llegado su fin. No había esperanza... nadie iba a ayudarlo. Y, al oír a Voldemort acercarse aún más, sólo supo una cosa que escapaba al miedo y a la razón: que no iba a morir agachado como un niño que jugara al escondite, ni iba a morir arrodillado a los pies de Voldemort. Moriría de pie como su padre, intentando defenderse aunque no hubiera defensa posible.
Antes de que Voldemort asomara la cabeza de serpiente por el otro lado de la lápida, Harry se había levantado; agarraba firmemente la varita con una mano, la blandía ante él, y se abalanzaba al encuentro de Voldemort para enfrentarse con él cara a cara.
Voldemort estaba listo. Al tiempo que Harry gritaba «¡Expelliarmus!», Voldemort lanzó su «¡Avada Kedavra!».
De la varita de Voldemort brotó un chorro de luz verde en el preciso momento en que de la de Harry salía un rayo de luz roja, y ambos rayos se encontraron en medio del aire. Repentinamente, la varita de Harry empezó a vibrar como si la recorriera una descarga eléctrica. La mano se le había agarrotado, y no habría podido soltarla aunque hubiera querido. Un estrecho rayo de luz que no era de color rojo ni verde, sino de un dorado intenso y brillante, conectó las dos varitas, y Harry, mirando el rayo con asombro, vio que también los largos dedos de Voldemort aferraban una varita que no dejaba de vibrar.
Y entonces (nada podría haber preparado a Harry para aquello) sintió que sus pies se alzaban del suelo. Tanto él como Voldemort estaban elevándose en el aire, y sus varitas seguían conectadas por el hilo de luz dorada. Se alejaron de la lápida del padre de Voldemort, y fueron a aterrizar en un claro de tierra sin tumbas. Los mortífagos gritaban pidiéndole instrucciones a Voldemort mientras, seguidos por la serpiente, volvían a reunirse y a formar el círculo en torno a ellos. Algunos sacaron las varitas.
El rayo dorado que conectaba a Harry y Voldemort se escindió. Aunque las varitas seguían conectadas, mil ramificaciones se desprendieron trazando arcos por encima de ellos, y se entrelazaron a su alrededor hasta dejarlos encerrados en una red dorada en forma de campana, una especie de jaula de luz, fuera de la cual los mortífagos merodeaban como chacales, profiriendo gritos que llegaban adentro amortiguados.
—¡No hagáis nada! —les gritó Voldemort a los mortífagos.
Harry vio que tenía los ojos completamente abiertos de sorpresa ante lo que estaba ocurriendo, y que forcejeaba en un intento de romper el hilo de luz que seguía uniendo las varitas. Harry agarró la suya con más fuerza utilizando ambas manos, y el hilo dorado permaneció intacto.
—¡No hagáis nada a menos que yo os lo mande! —volvió a gritar Voldemort.
Y, entonces, un sonido hermoso y sobrenatural llenó el aire... Procedía de cada uno de los hilos de la red finamente tejida en torno a Harry y Voldemort. Era un sonido que Harry pudo reconocer, aunque antes sólo lo había oído una vez: era el canto del fénix.
Para Harry era un sonido de esperanza... lo más hermoso y acogedor que había oído en su vida. Sentía como si el canto estuviera dentro de él en vez de rodearlo. Era un sonido que lo conectaba a Dumbledore, como si un amigo le hablara al oído...
No rompas la conexión.
«Lo sé —le dijo Harry a la música—, ya sé que no debo.» Pero, en cuanto lo hubo pensado, se convirtió en algo bastante más difícil de cumplir. Su varita empezó a vibrar más fuerte que antes... y el rayo que lo unía a Voldemort había cambiado también: era como si unos guijarros de luz se deslizaran de un lado a otro del rayo que unía las varitas. Harry notó que su varita se sacudía en el interior de su mano mientras los guijarros comenzaban a deslizarse hacia su lado lenta pero incesantemente. La dirección del movimiento del rayo era de Voldemort hacia él, y notaba que su varita vibraba con enorme fuerza...
Cuando el más próximo de los guijarros de luz se acercó a la varita de Harry, la madera que tenía entre los dedos se puso tan caliente que a Harry le dio miedo que se prendiera. Cuanto más se acercaba el guijarro, con más fuerza vibraba la varita de Harry. Tuvo la certeza de que, en cuanto tocara la varita, ésta se desharía. Parecía a punto de hacerse astillas entre sus dedos...
Concentró cada célula de su cerebro en obligar al guijarro a retroceder hacia Voldemort, con el canto del fénix en los oídos y los ojos furiosos, fijos. Lentamente, muy lentamente, los guijarros se fueron deteniendo, y luego, con la misma lentitud, comenzaron a desplazarse en sentido opuesto... y entonces fue la varita de Voldemort la que empezó a vibrar con terrible fuerza. Voldemort parecía anonadado y casi temeroso.
Uno de los guijarros de luz temblaba a unos centímetros de distancia de la varita de Voldemort. Harry no sabía por qué lo hacía, no sabía qué podría sacar de aquello... pero se concentró como nunca en su vida en obligar a aquel guijarro de luz a ir hacia la varita de Voldemort, y despacio, muy despacio, el guijarro se movió a través del hilo dorado, tembló por un momento, y luego hizo contacto.
De inmediato, la varita de Voldemort prorrumpió en estridentes alaridos de dolor. A continuación (los rojos ojos de Voldemort se abrieron de terror) una mano de humo denso surgió de la punta de la varita y se desvaneció: el espectro de la mano que le había dado a Colagusano. Más gritos de dolor, y luego empezó a brotar de la punta de la varita de Voldemort algo mucho más grande, algo gris que parecía hecho de un humo casi sólido. Formó una cabeza... a la que siguieron el pecho y los brazos: era el torso de Cedric Diggory.
Esto conmocionó a Harry de tal manera, que si en algún momento podría haber soltado la varita habría sido aquél, pero el instinto se lo impidió, de manera que el rayo de luz dorada siguió intacto, aunque el espeso espectro gris de Cedric Diggory (¿era un espectro?, ¡parecía corpóreo!) salió en su totalidad de la punta de la varita de Voldemort como de un túnel muy estrecho. Y aquella sombra de Cedric se puso de pie, miró a ambos lados el rayo de luz dorada, y habló:
—¡Aguanta, Harry! —dijo.
La voz resonó distante. Harry miró a Voldemort, que contemplaba atónito la escena, con los ojos abiertos como platos. Aquello lo había cogido tan de sorpresa como a Harry. Éste oyó los apagados gritos de terror de los mortífagos, que rondaban fuera de la campana dorada.
Surgieron nuevos gritos de dolor de la varita, y luego algo más brotó de la punta: la densa sombra de una segunda cabeza, rápidamente seguida de los brazos y el torso. Un viejo al que Harry había visto en cierta ocasión en un sueño salía de la punta de la varita exactamente igual que había hecho Cedric... Su espectro, o su sombra, o lo que fuera, cayó junto al de Cedric y, apoyándose sobre su cayado, examinó con alguna sorpresa a Harry, a Voldemort, la red dorada y las varitas conectadas.
—Entonces, ¿era un mago de verdad? —dijo el viejo, fijándose en Voldemort—. Me mató, ése lo hizo... ¡Pelea bien, muchacho!
Pero ya estaba surgiendo una nueva cabeza... y aquélla, gris como una estatua de humo, era la de una mujer. Soportando las sacudidas con ambas manos para no soltar la varita, Harry la vio caer al suelo y levantarse como los otros, observando.
La sombra de Bertha Jorkins contempló con los ojos muy abiertos la batalla que tenía lugar ante ella.
—¡No sueltes! —le gritó, y su voz retumbó al igual que la de Cedric, como si llegara de muy lejos—. ¡No sueltes, Harry, no sueltes!
Ella y los otros dos fantasmas comenzaron a deambular por la parte interior de la campana dorada, mientras los mortífagos hacían algo parecido en la parte de fuera... Las víctimas de Voldemort cuchicheaban rodeando a los duelistas, le susurraban a Harry palabras de ánimo y le decían a Voldemort cosas que Harry no alcanzaba a oír.
Y entonces otra cabeza salió de la punta de la varita de Voldemort... Harry supo quién era en cuanto la vio, lo comprendió como si la hubiera estado esperando desde el momento en que Cedric había surgido de la varita, lo comprendió porque la mujer que salía era la persona en la que más había pensado aquella noche...
La sombra de humo de una mujer joven de pelo largo cayó al suelo tal como había hecho Bertha, se levantó y lo miró... y Harry, con los brazos temblando furiosamente, devolvió la mirada al rostro fantasmal de su madre.
—Tu padre está en camino... —dijo ella en voz baja—. Quiere verte... Todo irá bien... ¡ánimo!...
Y entonces empezó a salir: primero la cabeza, luego el cuerpo, alto y de pelo alborotado como Harry. La forma etérea de James Potter brotó del extremo de la varita de Voldemort, cayó al suelo y se puso de pie como su mujer. Se acercó a Harry, mirándolo, y le habló con la misma voz lejana y resonante que los otros, pero en voz baja, para que Voldemort, cuya cara estaba ahora lívida de terror al verse rodeado por sus víctimas, no pudiera oírlo:
—Cuando la conexión se rompa, desapareceremos al cabo de unos momentos... pero te daremos tiempo... Tienes que alcanzar el traslador, que te llevará de vuelta a Hogwarts. ¿Has comprendido, Harry?
—Sí —contestó éste jadeando, haciendo un enorme esfuerzo por sostener la varita, que se le resbalaba entre los dedos.
—Harry —le cuchicheó la figura de Cedric—, lleva mi cuerpo, ¿lo harás? Llévales el cuerpo a mis padres...
—Lo haré —contestó Harry con el rostro tenso por el esfuerzo.
—Prepárate —susurró la voz de su padre—. Prepárate para correr... ahora...
—¡YA! —gritó Harry.
No hubiera podido aguantar ni un segundo más. Levantó la varita con todas sus fuerzas, y el rayo dorado se partió. La jaula de luz se desvaneció y se apagó el canto del fénix, pero las víctimas de Voldemort no desaparecieron: lo cercaron para servirle a Harry de escudo.
Y Harry corrió como nunca lo había hecho en su vida, golpeando a dos mortífagos atónitos para abrirse paso. Corrió en zigzag por entre las tumbas, notando tras él las maldiciones que le arrojaban, oyéndolas pegar en las lápidas: fue esquivando tumbas y maldiciones, dirigiéndose como una bala hacia el cuerpo de Cedric, olvidado por completo del dolor de la pierna, concentrado con todas sus fuerzas en lo que tenía que hacer.
—¡Aturdidlo! —oyó gritar a Voldemort.
A tres metros de Cedric, Harry se parapetó tras un ángel de mármol para evitar los chorros de luz roja. La punta de una de las alas del ángel cayó rota al ser alcanzada por las maldiciones. Agarrando más fuerte la varita, salió corriendo.
—¡Impedimenta! —gritó, apuntando con la varita por encima del hombro a los mortífagos que lo perseguían.
Por un grito amortiguado, pensó que había dado al menos a uno de ellos, pero no tenía tiempo de pararse a mirar. Saltó sobre la Copa y se echó al suelo al oír más maldiciones tras él. Nuevos chorros de luz le pasaron por encima de la cabeza mientras, tumbado, alargaba la mano para coger el brazo de Cedric.
—¡Apartaos! ¡Lo mataré! ¡Es mío! —chilló Voldemort.
La mano de Harry había aferrado a Cedric por la muñeca. Entre él y Voldemort se interponía una lápida, pero Cedric pesaba demasiado para arrastrarlo, y la Copa quedaba fuera de su alcance.
Los rojos ojos de Voldemort destellaron en la oscuridad. Harry lo vio curvar la boca en una sonrisa, y levantar la varita.
—¡Accio! —gritó Harry, apuntando a la Copa de los tres magos con la varita.
La Copa voló por el aire hasta él. Harry la cogió por un asa.
Oyó el grito furioso de Voldemort en el mismo instante en que él sentía la sacudida bajo el ombligo que significaba que el traslador había funcionado: se alejaba de allí a toda velocidad en medio de un torbellino de viento y colores, y Cedric iba a su lado. Regresaban...

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