sábado, 2 de mayo de 2009

19 El Colacuerno Hungaro

La perspectiva de hablar cara a cara con Sirius fue lo único que ayudó a Harry a pasar las siguientes dos semanas, la única luz en un horizonte que nunca había estado tan oscuro. Se le había pasado ya un poco el horror de verse a sí mismo convertido en campeón del colegio, y su lugar empezaba a ocuparlo el miedo a las pruebas a las que tendría que enfrentarse. La primera de ellas estaba cada vez más cerca. Se la imaginaba agazapada ante él como un monstruo horrible que le cerraba el paso. Nunca había tenido tantos nervios. Sobrepasaban con mucho lo que hubiera podido sentir antes de un partido de quidditch, incluido el último, jugado contra Slytherin, en el que se habían disputado la Copa de quidditch. Le resultaba muy difícil pensar en el futuro, porque sentía que toda su vida lo había conducido a la primera prueba... y que terminaría con ella.
En realidad no creía que Sirius lograra hacerlo sentirse mejor en lo que se refería a ejecutar ante cientos de personas un ejercicio desconocido de magia muy difícil y peligrosa, pero la mera visión de un rostro amigo lo ayudaría. Harry le mandó la respuesta diciéndole que se encontraría al lado de la chimenea de la sala común a la hora propuesta, y que Hermione y él pasaban mucho tiempo discutiendo planes para obligar a los posibles rezagados a salir de allí la noche en cuestión. En el peor de los casos, estaban dispuestos a tirar una bolsa de bombas fétidas, aunque esperaban no tener que recurrir a nada de eso, porque si Filch los pillaba los despellejaría.
Mientras tanto, la vida en el castillo se había hecho aún menos llevadera para Harry, porque Rita Skeeter había publicado su artículo sobre el Torneo de los tres magos, que resultó ser no tanto un reportaje sobre el Torneo como una biografía de Harry bastante alterada. La mayor parte de la primera página la ocupaba una fotografía de Harry, y el artículo (que continuaba en las páginas segunda, sexta y séptima) no trataba más que de Harry. Los nombres (mal escritos) de los campeones de Durmstrang y Beauxbatons no aparecían hasta la última línea del artículo, y a Cedric no se lo mencionaba en ningún lugar.
El artículo había aparecido diez días antes, y, cada vez que se acordaba de él, Harry todavía sentía ardores de estómago provocados por la vergüenza. El artículo de Rita Skeeter lo retrataba diciendo un montón de cosas que él no recordaba haber dicho nunca, y menos aún en aquel cuarto de la limpieza.
Supongo que les debo mi fuerza a mis padres. Sé que estarían orgullosos de mí si pudieran verme en este momento... Sí, algunas noches aún lloro por ellos, no me da vergüenza confesarlo... Sé que no puedo sufrir ningún daño en el Torneo porque ellos me protegen...
Pero Rita Skeeter no se había conformado con transformar sus «eh...» en frases prolijas y empalagosas. También había entrevistado a otra gente sobre él.
Finalmente, Harry ha hallado el amor en Hogwarts: Colin Creevey, su íntimo amigo, asegura que a Harry raramente se lo ve sin la compañía de una tal Hermione Granger, una muchacha de sorprendente belleza, hija de muggles y que, como Harry, está entre los mejores estudiantes del colegio.
Desde que había aparecido el artículo, Harry tuvo que soportar que la gente (especialmente los de Slytherin) le citaran frases al cruzarse con él en los pasillos e hicieran comentarios despectivos.
—¿Quieres un pañuelo, Potter, por si te entran ganas de llorar en clase de Transformaciones?
—¿Desde cuándo has sido tú uno de los mejores estudiantes del colegio, Potter? ¿O se refieren a un colegio fundado por ti y Longbottom?
—¡Eh, Harry!
Más que harto, Harry se detuvo en el corredor y empezó a gritar antes de acabar de volverse:
—Sí, he estado llorando por mi madre muerta hasta quedarme sin lágrimas, y ahora me voy a seguir...
—No... Sólo quería decirte... que se te cayó la pluma.
Era Cho. Harry se puso colorado.
—Ah, perdona —susurró él, recuperando la pluma.
—Buena suerte el martes —le deseó Cho—. Espero de verdad que te vaya bien.
Harry se sintió como un idiota.
A Hermione también le había tocado su ración de disgustos, pero aún no había empezado a gritar a los que se le acercaban sin ninguna mala intención. De hecho, a Harry le admiraba la manera en que ella llevaba la situación.
—¿De sorprendente belleza? ¿Ella? —chilló Pansy Parkinson la primera vez que la tuvo cerca después de la aparición del artículo de Rita Skeeter—. ¿Comparada con quién?, ¿con un primate?
—No hagas caso —dijo Hermione con gran dignidad irguiendo la cabeza y pasando con aire majestuoso por al lado de las chicas de Slytherin, que se reían como tontas—. Como si no existieran, Harry.
Pero Harry no podía pasar por alto las burlas. Ron no le había vuelto a hablar después de decirle lo del castigo de Snape. Harry había tenido la esperanza de que hicieran las paces durante las dos horas que tuvieron que pasarse en la mazmorra encurtiendo sesos de rata, pero coincidió que aquel día se publicó el artículo de Rita Skeeter, que pareció confirmar la creencia de Ron de que a Harry le encantaba ser el centro de atención.
Hermione estaba furiosa con los dos. Iba de uno a otro, tratando de conseguir que se volvieran a hablar, pero Harry se mantenía muy firme: sólo volvería a hablarle a Ron si éste admitía que Harry no se había presentado él mismo al Torneo y le pedía perdón por haberlo considerado mentiroso.
—Yo no fui el que empezó —dijo Harry testarudamente—. El problema es suyo.
—¡Tú lo echas de menos! —repuso Hermione perdiendo la paciencia—. Y sé que él te echa de menos a ti.
—¿Que lo echo de menos? —replicó Harry—. Yo no lo echo de menos...
Pero era una mentira manifiesta. Harry apreciaba mucho a Hermione, pero ella no era como Ron. Tener a Hermione como principal amiga implicaba muchas menos risas y muchas más horas de biblioteca. Harry seguía sin dominar los encantamientos convocadores; parecía tener alguna traba con respecto a ellos, y Hermione insistía en que sería de gran ayuda aprenderse la teoría. En consecuencia, pasaban mucho rato al mediodía escudriñando libros.
Viktor Krum también pasaba mucho tiempo en la biblioteca, y Harry se preguntaba por qué. ¿Estaba estudiando, o buscando algo que le sirviera de ayuda para la primera prueba? Hermione se quejaba a menudo de la presencia de Krum, no porque le molestara, sino por los grupitos de chicas que lo espiaban escondidas tras las estanterías y que con sus risitas no la dejaban concentrarse.
—¡Ni siquiera es guapo! —murmuraba enfadada, observando el perfil de Krum—. ¡Sólo les gusta porque es famoso! Ni se fijarían en él si no supiera hacer el amargo de Rosi.
—El «Amago de Wronski» —dijo Harry con los dientes apretados. Muy lejos de disfrutar corrigiéndole a Hermione aquel término de quidditch, sintió una punzada de tristeza al imaginarse la expresión que Ron habría puesto si hubiera oído lo del amargo de Rosi.

Resulta extraño pensar que, cuando uno teme algo que va a ocurrir y quisiera que el tiempo empezara a pasar más despacio, el tiempo suele pasar más aprisa. Los días que quedaban para la primera prueba transcurrieron tan velozmente como si alguien hubiera manipulado los relojes para que fueran a doble velocidad. A dondequiera que iba Harry lo acompañaba un terror casi incontrolable, tan omnipresente como los insidiosos comentarios sobre el artículo de El Profeta.
El sábado antes de la primera prueba dieron permiso a todos los alumnos de tercero en adelante para que visitaran el pueblo de Hogsmeade. Hermione le dijo a Harry que le iría bien salir del castillo por un rato, y Harry no necesitó mucha persuasión.
—Pero ¿y Ron? —dijo—. ¡No querrás que vayamos con él!
—Ah, bien... —Hermione se ruborizó un poco—. Pensé que podríamos quedar con él en Las Tres Escobas...
—No —se opuso Harry rotundamente.
—Ay, Harry, qué estupidez...
—Iré, pero no quedaré con Ron. Me pondré la capa invisible.
—Como quieras... —soltó Hermione—, pero me revienta hablar contigo con esa capa puesta. Nunca sé si te estoy mirando o no.
De forma que Harry se puso en el dormitorio la capa invisible, bajó la escalera y marchó a Hogsmeade con Hermione.
Se sentía maravillosamente libre bajo la capa. Al entrar en la aldea vio a otros estudiantes, la mayor parte de los cuales llevaban insignias de «Apoya a CEDRIC DIGGORY», aunque aquella vez, para variar, no vio horribles añadidos, y tampoco nadie le recordó el estúpido artículo.
—Ahora la gente se queda mirándome a mí —dijo Hermione de mal humor, cuando salieron de la tienda de golosinas Honeydukes comiendo unas enormes chocolatinas rellenas de crema—. Creen que hablo sola.
—Pues no muevas tanto los labios.
—Vamos, Harry, por favor, quítate la capa sólo un rato. Aquí nadie te va a molestar.
—¿No? —replicó Harry—. Vuélvete.
Rita Skeeter y su amigo fotógrafo acababan de salir de la taberna Las Tres Escobas. Pasaron al lado de Hermione sin mirarla, hablando en voz baja. Harry tuvo que echarse contra la pared de Honeydukes para que Rita Skeeter no le diera con el bolso de piel de cocodrilo. Cuando se hubieron alejado, Harry comentó:
—Deben de estar alojados en el pueblo. Apuesto a que han venido para presenciar la primera prueba.
Mientras hablaba, notó como si el estómago se le llenara de algún líquido segregado por el pánico. Pero no dijo nada de aquello: él y Hermione no habían hablado mucho de lo que se avecinaba en la primera prueba, y Harry tenía la impresión de que Hermione no quería pensar en ello.
—Se ha ido —dijo Hermione, mirando la calle principal a través de Harry—. ¿Qué tal si vamos a tomar una cerveza de mantequilla a Las Tres Escobas? Hace un poco de frío, ¿no? ¡No es necesario que hables con Ron! —añadió irritada, interpretando correctamente su silencio.
La taberna Las Tres Escobas estaba abarrotada de gente, en especial de alumnos de Hogwarts que disfrutaban de su tarde libre, pero también de una variedad de magos que difícilmente se veían en otro lugar. Harry suponía que, al ser Hogsmeade el único pueblo exclusivamente de magos de toda Gran Bretaña, debía de haberse convertido en una especie de refugio para criaturas tales como las arpías, que no estaban tan dispuestas como los magos a disfrazarse.
Era dificil moverse por entre la multitud con la capa invisible, y muy fácil pisar a alguien sin querer, lo que originaba embarazosas situaciones. Harry fue despacio, arrimado a la pared, hasta una mesa vacía que había en un rincón, mientras Hermione se encargaba de pedir las bebidas. En su recorrido por la taberna, Harry vio a Ron, que estaba sentado con Fred, George y Lee Jordan. Resistiendo el impulso de propinarle una buena colleja, consiguió llegar a la mesa y la ocupó.
Hermione se reunió con él un momento más tarde, y le metió bajo la capa una cerveza de mantequilla.
—Creo que parezco un poco boba, sentada aquí sola —susurró ella—. Menos mal que he traído algo que hacer.
Y sacó el cuaderno en que había llevado el registro de los miembros de la P.E.D.D.O. Harry vio su nombre y el de Ron a la cabeza de una lista muy corta. Parecía muy lejano el día en que se habían puesto a inventar juntos aquellas predicciones y había aparecido Hermione y los había nombrado secretario y tesorero respectivamente.
—No sé, a lo mejor tendría que intentar que la gente del pueblo se afiliara a la P.E.D.D.O. —dijo Hermione como si pensara en voz alta.
—Bueno —asintió Harry. Tomó un trago de cerveza de mantequilla tapado con la capa—. ¿Cuándo te vas a hartar de ese rollo de la P.E.D.D.O.?
—¡Cuando los elfos domésticos disfruten de un sueldo decente y de condiciones laborales dignas! —le contestó—. ¿Sabes?, estoy empezando a pensar que ya es hora de emprender acciones más directas. Me pregunto cómo se puede entrar en las cocinas del colegio.
—No tengo ni idea. Pregúntales a Fred y George —dijo Harry.
Hermione se sumió en un silencio ensimismado mientras Harry se bebía su cerveza de mantequilla observando a la gente que había en la taberna. Todos parecían relajados y alegres. Ernie Macmillan y Hannah Abbott intercambiaban los cromos de las ranas de chocolate en una mesa próxima; ambos exhibían en sus capas las insignias de «Apoya a CEDRIC DIGGORY». Al lado de la puerta vio a Cho y a un numeroso grupo de amigos de la casa Ravenclaw. Ella no llevaba ninguna insignia de apoyo a Cedric, lo cual lo animó un poco.
¡Qué no hubiera dado él por ser uno de aquellos que reían y charlaban sin otro motivo de preocupación que los deberes! Se imaginaba cómo se habría sentido allí si su nombre no hubiera salido en el cáliz de fuego. Para empezar, no llevaría la capa invisible. Tendría a Ron a su lado. Los tres estarían contentos, imaginando qué prueba mortalmente peligrosa afrontarían el martes los campeones de los colegios. Tendría muchas ganas de que llegara el martes, para verlos hacer lo que fuera y animar a Cedric como todos los demás, a salvo en su asiento prudentemente alejado...
Se preguntó cómo se sentirían los otros campeones. Las últimas veces que había visto a Cedric, éste estaba rodeado de admiradores y parecía nervioso pero entusiasmado.
Harry se encontraba a Fleur Delacour en los corredores de vez en cuando, y tenía el mismo aspecto de siempre, altanero e imperturbable. Y, en cuanto a Krum, se pasaba el tiempo en la biblioteca, escudriñando libros.
Harry se acordó de Sirius, y el tenso y apretado nudo que parecía tener en el estómago se le aflojó un poco. Hablaría con él doce horas más tarde, porque aquélla era la noche en que habían acordado verse junto a la chimenea de la sala común. Eso suponiendo que todo fuera bien, a diferencia de lo que había ocurrido últimamente con todo lo demás.
—¡Mira, es Hagrid! —dijo Hermione.
De entre la multitud se destacaba la parte de atrás de su enorme cabeza llena de greñas (afortunadamente, había abandonado las coletas). Harry se preguntó por qué no lo había visto nada más entrar, siendo Hagrid tan grande; pero, al ponerse en pie para ver mejor, se dio cuenta de que Hagrid se hallaba inclinado, hablando con el profesor Moody. Hagrid tenía ante él su acostumbrado y enorme pichel, pero Moody bebía de la petaca. La señora Rosmerta, la guapa dueña de la taberna, no ponía muy buena cara ante aquello: miraba a Moody con recelo mientras recogía las copas de las mesas de alrededor. Probablemente le parecía un insulto a su hidromiel con especias, pero Harry conocía el motivo: Moody les había dicho a todos durante su última clase de Defensa Contra las Artes Oscuras que prefería prepararse siempre su propia comida y bebida, porque a los magos tenebrosos les resultaba muy fácil envenenar una bebida en un momento de descuido.
Mientras Harry los observaba, Hagrid y Moody se levantaron para irse. Harry le hizo un gesto con la mano a Hagrid, pero luego recordó que éste no podía verlo. Moody, sin embargo, se detuvo y miró con su ojo mágico hacia el rincón en que se encontraba él. Le dio a Hagrid una palmada en la región lumbar (porque no podía llegar al hombro), le susurró algo y, a continuación, uno y otro se dirigieron a la mesa de Harry y Hermione.
—¿Va todo bien, Hermione? —le preguntó Hagrid en voz alta.
—Hola —respondió Hermione, sonriendo.
Moody se acercó a la mesa cojeando y se inclinó al llegar. Harry pensó que estaba leyendo el cuaderno de la P.E.D.D.O. hasta que le dijo:
—Bonita capa, Potter.
Harry lo miró muy sorprendido. A unos centímetros de distancia, el trozo de nariz que le faltaba a Moody era especialmente evidente. Moody sonrió.
—¿Su ojo es capaz de... quiero decir, es usted capaz de...?
—Sí, mi ojo ve a través de las capas invisibles —contestó Moody en voz baja—. Es una cualidad que me ha sido muy útil en varias ocasiones, te lo aseguro.
Hagrid también le sonreía a Harry. Éste sabía que Hagrid no lo veía, pero era evidente que Moody le había explicado dónde estaba.
Hagrid se inclinó haciendo también como que leía el cuaderno de la P.E.D.D.O. y le dijo en un susurro tan bajo que sólo pudo oírlo Harry:
—Harry, ven a verme a la cabaña esta noche. Ponte la capa. —Y luego, incorporándose, añadió en voz alta—: Me alegro de verte, Hermione. —Guiñó un ojo, y se fue. Moody lo siguió.
—¿Para qué querrá que vaya a verlo esta noche? —dijo Harry, muy sorprendido.
—¿Eso te ha dicho? —se extrañó Hermione—. Me pregunto qué se trae entre manos. No sé si deberías ir, Harry... —Miró a su alrededor nerviosa y luego dijo entre dientes—: Podrías llegar tarde a tu cita con Sirius.
Era verdad que ir a ver a Hagrid a medianoche supondría tener que apresurarse después para llegar a la una a la sala común de Gryffindor. Hermione le sugirió que le enviara a Hagrid un mensaje con Hedwig diciéndole que no podía acudir (siempre y cuando la lechuza aceptara llevar la nota, claro). Pero Harry pensó que sería mejor hacerle una visita rápida para ver qué quería. Tenía bastante curiosidad, porque Hagrid no le había pedido nunca que fuera a visitarlo tan tarde.

A las once y media de esa noche, Harry, que había hecho como que se iba temprano a la cama, volvió a ponerse la capa invisible y bajó la escalera hasta la sala común. Sólo unas pocas personas quedaban en ella. Los hermanos Creevey se habían hecho con un montón de insignias de «Apoya a CEDRIC DIGGORY», e intentaban encantarlas para que dijeran «Apoya a HARRY POTTER», pero hasta aquel momento lo único que habían conseguido era que se quedaran atascadas en POTTER APESTA. Harry pasó a su lado de camino al retrato y esperó aproximadamente un minuto mirando el reloj. Luego Hermione le abrió el retrato de la Señora Gorda, tal como habían convenido. Él lo traspasó subrepticiamente y le susurró un «¡gracias!» antes de irse.
Los terrenos del colegio estaban envueltos en una oscuridad total. Harry bajó por la explanada hacia la luz que brillaba en la cabaña de Hagrid. También el interior del enorme carruaje de Beauxbatons se hallaba iluminado. Mientras llamaba a la puerta de la cabaña, Harry oyó hablar a Madame Maxime dentro de su carruaje.
—¿Eres tú, Harry? —susurró Hagrid, abriendo la puerta.
—Sí —respondió Harry, que entró en la cabaña y se desembarazó de la capa—. ¿Por qué me has hecho venir?
—Tengo algo que mostrarte —repuso Hagrid.
Parecía muy emocionado. Llevaba en el ojal una flor que parecía una alcachofa de las más grandes. Por lo visto, había abandonado el uso de aceite lubricante, pero era evidente que había intentado peinarse, porque en el pelo se veían varias púas del peine rotas.
—¿Qué vas a mostrarme? —dijo Harry con recelo, preguntándose si habrían puesto huevos los escregutos o si Hagrid habría logrado comprarle a otro extraño en alguna taberna un nuevo perro gigante de tres cabezas.
—Cúbrete con la capa, ven conmigo y no hables —le indicó Hagrid—. No vamos a llevar a Fang, porque no le gustaría...
—Escucha, Hagrid, no puedo quedarme mucho... Tengo que estar en el castillo a la una.
Pero Hagrid no lo escuchaba. Abrió la puerta de la cabaña y se internó en la oscuridad a zancadas. Harry lo siguió aprisa y, para su sorpresa, advirtió que Hagrid lo llevaba hacia el carruaje de Beauxbatons.
—Hagrid, ¿qué...?
—¡Shhh! —lo acalló Hagrid, y llamó tres veces a la puerta que lucía las varitas doradas cruzadas.
Abrió Madame Maxime. Un chal de seda cubría sus voluminosos hombros. Al ver a Hagrid, sonrió.
—¡Ah, Hagrid! ¿Ya es la «hoga»?
—«Bon suar» —le dijo Hagrid, dirigiéndole una sonrisa y ofreciéndole la mano para ayudarla a bajar los escalones dorados.
Madame Maxime cerró la puerta tras ella. Hagrid le ofreció el brazo, y se fueron bordeando el potrero donde descansaban los gigantescos caballos alados de Madame Maxime. Harry, sin entender nada, corría para no quedarse atrás. ¿Quería Hagrid mostrarle a Madame Maxime? Podía verla cuando quisiera: jamás pasaba inadvertida.
Pero daba la impresión de que Madame Maxime estaba tan en ascuas como Harry, porque un rato después preguntó alegremente:
—¿Adónde me llevas, Hagrid?
—Esto te gustará —aseguró Hagrid—. Merece la pena, confía en mí. Pero no le digas a nadie que te lo he mostrado, ¿eh? Se supone que no puedes verlo.
—Descuida —le dijo Madame Maxime, luciendo sus largas y negras pestañas al parpadear.
Y siguieron caminando. Harry los seguía, cada vez más nervioso y mirando el reloj continuamente. Hagrid debía de tener en mente alguna de sus disparatadas ideas, que podía hacerlo llegar tarde a su cita. Si no llegaban pronto a donde fuera, daría media vuelta para volver al castillo y dejaría a Hagrid disfrutando con Madame Maxime su paseo a la luz de la luna.
Pero entonces, cuando habían avanzado tanto por el perímetro del bosque que ya no se veían ni el castillo ni el lago, Harry oyó algo. Delante había hombres que gritaban. Luego oyó un bramido ensordecedor...
Hagrid llevó a Madame Maxime junto a un grupo de árboles y se detuvo. Harry caminó aprisa a su lado. Durante una fracción de segundo pensó que lo que veía eran hogueras y a hombres que corrían entre ellas. Luego se quedó con la boca abierta.
¡Dragones!
Rugiendo y resoplando, cuatro dragones adultos enormes, de aspecto fiero, se alzaban sobre las patas posteriores dentro de un cercado de gruesas tablas de madera. A quince metros del suelo, las bocas llenas de colmillos lanzaban torrentes de fuego al negro cielo de la noche. Uno de ellos, de color azul plateado con cuernos largos y afilados, gruñía e intentaba morder a los magos que tenía a sus pies; otro verde se retorcía y daba patadas contra el suelo con toda su fuerza; uno rojo, con un extraño borde de pinchos dorados alrededor de la cara, lanzaba al aire nubes de fuego en forma de hongo; el cuarto, negro y gigantesco, era el que estaba más próximo a ellos.
Al menos treinta magos, siete u ocho para cada dragón, trataban de controlarlos tirando de unas cadenas enganchadas a los fuertes collares de cuero que les rodeaban el cuello y las patas. Fascinado, Harry levantó la vista y vio los ojos del dragón negro, con pupilas verticales como las de los gatos, totalmente desorbitados; si se debía al miedo o a la ira, Harry lo ignoraba. Los bramidos de la bestia eran espeluznantes.
—¡No te acerques, Hagrid! —advirtió un mago desde la valla, tirando de la cadena—. ¡Pueden lanzar fuego a una distancia de seis metros, ya lo sabes! ¡Y a este colacuerno lo he visto echarlo a doce!
—¿No es hermoso? —dijo Hagrid con voz embelesada.
—¡Es peligroso! —gritó otro mago—. ¡Encantamientos aturdidores, cuando cuente tres!
Harry vio que todos los cuidadores de los dragones sacaban la varita.
—¡Desmaius! —gritaron al unísono.
Los encantamientos aturdidores salieron disparados en la oscuridad como bengalas y se deshicieron en una lluvia de estrellas al chocar contra la escamosa piel de los dragones.
Harry observó que el más próximo se balanceaba peligrosamente sobre sus patas traseras y abría completamente las fauces en un aullido mudo. Las narinas parecían haberse quedado de repente desprovistas de fuego, aunque seguían echando humo. Luego, muy despacio, se desplomó. Varias toneladas de dragón dieron en el suelo con un golpe que pareció hacer temblar los árboles que había tras ellos.
Los cuidadores de los dragones bajaron las varitas y se acercaron a las derribadas criaturas que estaban a su cargo, cada una de las cuales era del tamaño de un cerro. Se dieron prisa en tensar las cadenas y asegurarlas con estacas de hierro, que clavaron en la tierra utilizando las varitas.
—¿Quieres echar un vistazo más de cerca? —le preguntó Hagrid a Madame Maxime, embriagado de emoción.
Se acercaron hasta la valla, seguidos por Harry. En aquel momento se volvió el mago que le había aconsejado a Hagrid que no se acercara, y Harry descubrió quién era: Charlie Weasley.
—¿Va todo bien, Hagrid? —preguntó, jadeante, acercándose para hablar con él—. Ahora no deberían darnos problemas. Les dimos una dosis adormecedora para traerlos, porque pensamos que sería preferible que despertaran en la oscuridad y tranquilidad de la noche, pero ya has visto que no les hizo mucha gracia, ninguna gracia...
—¿De qué razas son, Charlie? —inquirió Hagrid mirando al dragón más cercano, el negro, con algo parecido a la reverencia.
El animal tenía los ojos entreabiertos, y debajo del arrugado párpado negro se veía una franja de amarillo brillante.
—Éste es un colacuerno húngaro —explicó Charlie—. Por allí hay un galés verde común, que es el más pequeño; un hocicorto sueco, que es el azul plateado, y un bola de fuego chino, el rojo.
Charlie miró a Madame Maxime, que se alejaba siguiendo el borde de la empalizada para ir a observar los dragones adormecidos.
—No sabía que la ibas a traer, Hagrid —dijo Charlie, ceñudo—. Se supone que los campeones no tienen que saber nada de lo que les va a tocar, y ahora ella se lo dirá a su alumna, ¿no?
—Sólo pensé que le gustaría verlos. —Hagrid se encogió de hombros, sin dejar de mirar embelesado a los dragones.
—¡Vaya cita romántica, Hagrid! —exclamó Charlie con sorna.
—Cuatro... uno para cada campeón, ¿no? ¿Qué tendrán que hacer?, ¿luchar contra ellos?
—No, sólo burlarlos, según creo —repuso Charlie—. Estaremos cerca, por si la cosa se pusiera fea, y tendremos preparados encantamientos extinguidores. Nos pidieron que fueran hembras en período de incubación, no sé por qué... Pero te digo una cosa: no envidio al que le toque el colacuerno. Un bicho fiero de verdad. La cola es tan peligrosa como el cuerno, mira.
Charlie señaló la cola del colacuerno, y Harry vio que estaba llena de largos pinchos de color bronce.
Cinco de los compañeros de Charlie se acercaron en aquel momento al colacuerno llevando sobre una manta una nidada de enormes huevos que parecían de granito gris, y los colocaron con cuidado al lado del animal. A Hagrid se le escapó un gemido de anhelo.
—Los tengo contados, Hagrid —le advirtió Charlie con severidad. Luego añadió—: ¿Qué tal está Harry?
—Bien —respondió Hagrid, sin apartar los ojos de los huevos.
—Pues espero que siga bien después de enfrentarse con éstos —comentó Charlie en tono grave, mirando por encima del cercado—. No me he atrevido a decirle a mi madre lo que le esperaba en la primera prueba, porque ya le ha dado un ataque de nervios pensando en él... —Charlie imitó la voz casi histérica de su madre—: «¡Cómo lo dejan participar en el Torneo, con lo pequeño que es! ¡Creí que iba a haber un poco de seguridad, creí que iban a poner una edad mínima!» Se puso a llorar a lágrima viva con el artículo de El Profeta. «¡Todavía llora cuando piensa en sus padres! ¡Nunca me lo hubiera imaginado! ¡Pobrecillo!»
Harry ya tenía suficiente. Confiando en que Hagrid no lo echaría de menos, distraído como estaba con la compañía de cuatro dragones y de Madame Maxime, se volvió en silencio y emprendió el camino de vuelta al castillo.
No sabía si se alegraba o no de haber visto lo que le esperaba. Tal vez así era mejor, porque había pasado la primera impresión. Tal vez si se hubiera encontrado con los dragones por primera vez el martes se habría desmayado ante el colegio entero... aunque quizá se desmayara de todas formas. Se enfrentaría armado con su varita mágica, que en aquel momento no le parecía nada más que un palito, contra un dragón de quince metros de altura, cubierto de escamas y de pinchos y que echaba fuego por la boca. Y tendría que burlarlo, observado por todo el mundo: ¿cómo?
Se dio prisa en bordear el bosque. Disponía de quince minutos escasos para llegar junto a la chimenea donde lo aguardaría Sirius, y no recordaba haber tenido nunca tantos deseos de hablar con alguien como en aquel momento. Pero entonces, de repente, chocó contra algo muy duro.
Se cayó hacia atrás con las gafas torcidas y agarrándose la capa.
—¡Ah!, ¿quién está ahí? —dijo una voz.
Harry se apresuró a cerciorarse de que la capa lo cubría por completo, y se quedó tendido completamente inmóvil, observando la silueta del mago con el que había chocado. Reconoció la barbita de chivo: era Karkarov.
—¿Quién está ahí? —repitió Karkarov, receloso, escudriñando en la oscuridad.
Harry permaneció quieto y en silencio. Después de un minuto o algo así, Karkarov pareció pensar que debía de haber chocado con algún tipo de animal. Buscaba a la altura de su cintura, tal vez esperando encontrar un perro. Luego se internó entre los árboles y se dirigió hacia donde se hallaban los dragones.
Muy despacio y con mucho cuidado, Harry se incorporó y reemprendió el camino hacia Hogwarts en la oscuridad, tan rápido como podía sin hacer demasiado ruido.
No le cabía ninguna duda respecto a los propósitos de Karkarov. Había salido del barco a hurtadillas para averiguar en qué consistía la primera tarea. Tal vez hubiera visto a Hagrid y a Madame Maxime por las inmediaciones del bosque: no eran difíciles de ver en la distancia. Todo lo que tendría que hacer sería seguir el sonido de las voces y, como Madame Maxime, se enteraría de qué era lo que les reservaban a los campeones. Parecía que el único campeón que el martes afrontaría algo desconocido sería Cedric.
Harry llegó al castillo, entró a escondidas por la puerta principal y empezó a subir la escalinata de mármol. Estaba sin aliento, pero no se atrevió a ir más despacio: le quedaban menos de cinco minutos para llegar junto al fuego.
—«¡Tonterías!» —le dijo casi sin voz a la Señora Gorda, que dormitaba en su cuadro tapando la entrada.
—Si tú lo dices... —susurró medio dormida, sin abrir los ojos, y el cuadro giró para dejarlo pasar.
Harry entró. La sala común estaba desierta y, dado que olía como siempre, concluyó que Hermione no había tenido que recurrir a las bombas fétidas para asegurarse de que no quedara nadie allí.
Harry se quitó la capa invisible y se echó en un butacón que había delante de la chimenea. La sala se hallaba en penumbra, sin otra iluminación que las llamas. Al lado, en una mesa, brillaban a la luz de la chimenea las insignias de «Apoya a CEDRIC DIGGORY» que los Creevey habían tratado de mejorar. Ahora decía en ellas: «POTTER APESTA DE VERDAD.» Harry volvió a mirar al fuego y se sobresaltó.
La cabeza de Sirius estaba entre las llamas. Si Harry no hubiera visto al señor Diggory de la misma manera en la cocina de los Weasley, aquella visión le habría dado un susto de muerte. Pero, en vez de ello, Harry sonrió por primera vez en muchos días, saltó de la silla, se agachó junto a la chimenea y saludó:
—¿Qué tal estás, Sirius?
Sirius estaba bastante diferente de como Harry lo recordaba. Cuando se habían despedido, Sirius tenía el rostro demacrado y el pelo largo y enmarañado. Pero ahora llevaba el pelo corto y limpio, tenía el rostro más lleno y parecía más joven, mucho más parecido a la única foto que Harry poseía de él, que había sido tomada en la boda de sus padres.
—No te preocupes por mí. ¿Qué tal estás tú? —le preguntó Sirius con el semblante grave.
—Yo estoy...
Durante un segundo intentó decir «bien», pero no pudo. Antes de darse cuenta, estaba hablando como no lo había hecho desde hacía tiempo: de cómo nadie le creía cuando decía que no se había presentado al Torneo, de las mentiras de Rita Skeeter en El Profeta, de cómo no podía pasar por los corredores del colegio sin recibir muestras de desprecio... y de Ron, de la desconfianza de Ron, de sus celos...
—... y ahora Hagrid acaba de enseñarme lo que me toca en la primera prueba, y son dragones, Sirius. ¡No voy a contarlo! —terminó desesperado.
Sirius lo observó con ojos preocupados, unos ojos que aún no habían perdido del todo la expresión adquirida en la cárcel de Azkaban: una expresión embotada, como de hechizado. Había dejado que Harry hablara sin interrumpirlo, pero en aquel momento dijo:
—Se puede manejar a los dragones, Harry, pero de eso hablaremos dentro de un minuto. No dispongo de mucho tiempo... He allanado una casa de magos para usar la chimenea, pero los dueños podrían volver en cualquier momento. Quiero advertirte algunas cosas.
—¿Qué cosas? —dijo Harry, sintiendo crecer su desesperación. ¿Era posible que hubiera algo aún peor que los dragones?
—Karkarov —explicó Sirius—. Era un mortífago, Harry. Sabes lo que son los mortífagos, ¿verdad?
—Sí...
—Lo pillaron y estuvo en Azkaban conmigo, pero lo dejaron salir. Estoy seguro de que por eso Dumbledore quería tener un auror en Hogwarts este curso... para que lo vigilara. Moody fue el que atrapó a Karkarov y lo metió en Azkaban.
—¿Dejaron salir a Karkarov? —preguntó Harry, sin entender por qué podían haber hecho tal cosa—. ¿Por qué lo dejaron salir?
—Hizo un trato con el Ministerio de Magia —repuso Sirius con amargura—. Aseguró que estaba arrepentido, y empezó a cantar... Muchos entraron en Azkaban para ocupar su puesto, así que allí no lo quieren mucho; eso te lo puedo asegurar. Y, por lo que sé, desde que salió no ha dejado de enseñar Artes Oscuras a todos los estudiantes que han pasado por su colegio. Así que ten cuidado también con el campeón de Durmstrang.
—Vale —asintió Harry, pensativo—. Pero ¿quieres decir que Karkarov puso mi nombre en el cáliz? Porque, si lo hizo, es un actor francamente bueno. Estaba furioso cuando salí elegido. Quería impedirme a toda costa que participara.
—Sabemos que es un buen actor —dijo Sirius— porque convenció al Ministerio de Magia para que lo dejara libre. Además he estado leyendo con atención El Profeta, Harry...
—Tú y el resto del mundo —comentó Harry con amargura.
—... y, leyendo entre líneas el artículo del mes pasado de esa Rita Skeeter, parece que Moody fue atacado la noche anterior a su llegada a Hogwarts. Sí, ya sé que ella dice que fue otra falsa alarma —añadió rápidamente Sirius, viendo que Harry estaba a punto de hablar—, pero yo no lo creo. Estoy convencido de que alguien trató de impedirle que entrara en Hogwarts. Creo que alguien pensó que su trabajo sería mucho más dificil con él de por medio. Nadie se toma el asunto demasiado en serio, porque Ojoloco ve intrusos con demasiada frecuencia. Pero eso no quiere decir que haya perdido el sentido de la realidad: Moody es el mejor auror que ha tenido el Ministerio.
—¿Qué quieres decir? ¿Que Karkarov quiere matarme? Pero... ¿por qué?
Sirius dudó.
—He oído cosas muy curiosas. Últimamente los mortífagos parecen más activos de lo normal. Se desinhibieron en los Mundiales de quidditch, ¿no? Alguno conjuró la Marca Tenebrosa... y además... ¿has oído lo de esa bruja del Ministerio de Magia que ha desaparecido?
—¿Bertha Jorkins?
—Exactamente... Desapareció en Albania, que es donde sitúan a Voldemort los últimos rumores. Y ella estaría al tanto del Torneo de los tres magos, ¿verdad?
—Sí, pero... no es muy probable que ella fuera en busca de Voldemort, ¿no? —dijo Harry.
—Escucha, yo conocí a Bertha Jorkins —repuso Sirius con tristeza—. Coincidimos en Hogwarts, aunque iba unos años por delante de tu padre y de mí. Y era idiota. Muy bulliciosa y sin una pizca de cerebro. No es una buena combinación, Harry. Me temo que sería muy fácil de atraer a una trampa.
—Así que... ¿Voldemort podría haber averiguado algo sobre el Torneo? —preguntó Harry—. ¿Eso es lo que quieres decir? ¿Crees que Karkarov podría haber venido obedeciendo sus órdenes?
—No lo sé —reconoció Sirius—, la verdad es que no lo sé... No me pega que Karkarov vuelva a Voldemort a no ser que Voldemort sea lo bastante fuerte para protegerlo. Pero el que metió tu nombre en el cáliz tenía algún motivo para hacerlo, y no puedo dejar de pensar que el Torneo es una excelente oportunidad para atacarte haciendo creer a todo el mundo que es un accidente.
—Visto así parece un buen plan —comentó Harry en tono lúgubre—. Sólo tendrán que sentarse a esperar que los dragones hagan su trabajo.
—En cuanto a los dragones —dijo Sirius, hablando en aquel momento muy aprisa—, hay una manera, Harry. No se te ocurra emplear el encantamiento aturdidor: los dragones son demasiado fuertes y tienen demasiadas cualidades mágicas para que les haga efecto un solo encantamiento de ese tipo. Se necesita media docena de magos a la vez para dominar a un dragón con ese procedimiento.
—Sí, ya lo sé, lo vi.
—Pero puedes hacerlo solo —prosiguió Sirius—. Hay una manera, y no se necesita más que un sencillo encantamiento. Simplemente...
Pero Harry lo detuvo con un gesto de la mano. El corazón le latía en el pecho como si fuera a estallar. Oía tras él los pasos de alguien que bajaba por la escalera de caracol.
—¡Vete! —le dijo a Sirius entre dientes—. ¡Vete! ¡Alguien se acerca!
Harry se puso en pie de un salto para tapar la chimenea. Si alguien veía la cabeza de Sirius dentro de Hogwarts, armaría un alboroto terrible, y él tendría problemas con el Ministerio. Lo interrogarían sobre el paradero de Sirius...
Harry oyó tras él, en el fuego, un suave «¡plin!», y comprendió que Sirius había desaparecido. Vigiló el inicio de la escalera de caracol. ¿Quién se habría levantado para dar un paseo a la una de la madrugada, impidiendo que Sirius le dijera cómo burlar al dragón?
Era Ron. Vestido con su pijama de cachemir rojo oscuro, se detuvo frente a Harry y miró a su alrededor.
—¿Con quién hablabas? —le preguntó.
—¿Y a ti qué te importa? —gruñó Harry—. ¿Qué haces tú aquí a estas horas?
—Me preguntaba dónde estarías... —Se detuvo, encogiéndose de hombros—. Bueno, me vuelvo a la cama.
—Se te ocurrió que podías bajar a husmear un poco, ¿no? —gritó Harry. Sabía que Ron no tenía ni idea de qué era lo que había interrumpido, sabía que no lo había hecho a propósito, pero le daba igual. En ese momento odiaba todo lo que tenía que ver con Ron, hasta el trozo del tobillo que le quedaba al aire por debajo de los pantalones del pijama.
—Lo siento mucho —dijo Ron, enrojeciendo de ira—. Debería haber pensado que no querías que te molestaran. Te dejaré en paz para que sigas ensayando tu próxima entrevista.
Harry cogió de la mesa una de las insignias de «POTTER APESTA DE VERDAD» y se la tiró con todas sus fuerzas. Le pegó a Ron en la frente y rebotó.
—¡Ahí tienes! —chilló Harry—. Para que te la pongas el martes. Ahora a lo mejor hasta te queda una cicatriz, si tienes suerte... Eso es lo que te da tanta envidia, ¿no?
A zancadas, cruzó la sala hacia la escalera. Esperaba que Ron lo detuviera, e incluso le habría gustado que le diera un puñetazo, pero Ron simplemente se quedó allí, en su pijama demasiado pequeño, y Harry, después de subir como una exhalación, se echó en la cama y permaneció bastante tiempo despierto y furioso con él. No lo oyó volver a subir.

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